—Debe sentirse orgulloso, maneja muy bien la lengua. Usted tiene el idioma francés en la palma de su mano y lo utiliza cuando quiere.
Esas palabras son tan cordiales como las que un mexicano diría a un extranjero que anda moviéndose en el español con frases a medias. Como una forma educada y guantiblanquecina de decirle que gracias por participar. Pero, en esta ocasión, yo no me gané tal halago.
Ya ven, lo feo de guardar hojas y papeles es que se halla uno la memoria de la cámara y papeles de contenido sentimental. ahí disculpen.
Tal como lo hace toda la humanidad, los de Guadalajara tendemos a reírnos de la gente que es distinta porque lloran donde uno está feliz y son felices donde otros lloran, como cuando escuchamos hablar del frío de nuestra ciudad a gente de Sinaloa y otros lugares apartaditos de la buena de Dios; de esos lugares donde lo único degustable son nanchis, o agua de nanchis, o helados de nanchis, o comidas que comenzaron como un hot-dog pero terminaron tan desproporcionadas que deben servirse en una olla de pozole. Así que, en esta ocasión, ya estando en México, les hablaré de las percepciones de aquella raza europea.
No es novedad decirles que allá hacía frío.
Lille está en un terreno más plano que Arya Stark. Nivel del mar o muy cerca de él. Incluso un día me dijeron que si los acompañaba a conocer el lugar más elevado del terruño y, a mi muy animado agradecimiento de simonvamos, me dijeron que me preparara pa visitar Flandres, que a lo mejor iba a poder ver mi país desde ahí, y que no me preocupara de medicinas por si me mareaba gracias al cambio de altura, que ellos ya llevarían algo.
Este pueblo está erigido sobre una súper montañota de unos cien metros o menos, por lo que el total era como de 240 sobre el nivel del mar. No cesaban de contarme de gente que, al subir el tope, se desmayaba porque les faltaba aire o no sé qué. Una niña del grupo se mareó. Increíblemente, tan pequeño cambio de altura la mareó. Mi madre habría dicho, como siempre dice del niño que se marea o vomita en carretera o se tropieza, que era por desnutrición. Pero de eso no manejan en Francia y era una niña que siempre estaba masticando, así que la única explicación era que los espíritus chocarreros de la altura estaban atormentando a la pobre niña.
Como recompensa para quien subiera toda la cumbre, había un molino de viento, una estatua y un monumento que indicaba en el barandal hacia dónde quedaban las grandes ciudades del mundo, como Moscú, París, Londres, Nueva York. A eso se referían con que podría ver mi país. Ellos me ayudaron a buscar México pero no apareció por ningún lado. Ni siquiera cuando les dije que no buscaran en dirección a Tanger, pues para allá no era. En fin, callé que acá estamos a mil setecientos metros y la altura por la que lloran me parece una baba, pues no me gusta darme aires de "soy mejor que asté".
Por otra parte, había una maestra española que se burlaba de estas exageraciones y en vacaciones se fue a la zona serrana donde creció porque, dijo, le faltaba montaña. Era sobreviviente del franquismo. Por sobreviviente del franquismo, me refiero a que era mayor que yo y a que fue de esas generaciones a las que les sofocaron el euskadi a guamazos. No sé por qué ni cómo terminó tan lejos de su lugar de nacimiento, pero lo que importa a esta historia es que su forma de ser era, justamente, la de externar siempre su forma de ser.
Esos franceses también me dijeron que comprara un paraguas porque llovía muy seguido. Y que era mejor uno reforzado por los vientos de la tierra plana. Así que, ya todo asustado porque los asistentes demás asistentes buscaban uno y porque resultaba un entretenimiento estar buscando un buen paraguas para andar como otros luciéndolo en el metro como collar de bling-bling, terminé comprando uno de marca Isotoner acero reforzado, color mialma. Si ustedes pasearan por los barrios de la ciudad, les parecería que estas personas disfrutan romper televisiones y descomponer paraguas para tirarlos en la calle por deporte. Es verdad que en algunas horas hacía el viento suficiente como para sentir que estás caminando como borracho o para romper un paraguas corriente; no obstante, en el sentido de la lluvia, era otro asunto.
Aquí se dice chispear. Que es un agua que deja caminar pero hace que la gente llegue húmeda a su destino. Dondequiera chispeaba en esas tierras. O, en su defecto, todo estaba lleno de neblina. Pero nomás. A eso le llamaban llover. Aquí, sólo los muy delicados abrirían un paraguas con una brisita. Pero allá era distinto. todos odiaban el agua, como si se fueran a derretir. Entonces mi paraguas sólo fue usado tres veces. Dos en diciembre y enero, para protegerme de la nieve más fuerte que la ciudad había tenido en años. Y otra en Brujas decembrino porque había granizo del tamaño de chochitos. El resto, sólo era vientito y agüita, nada serio. Pero uno que ya hace un gasto mayor por consejo de gente más delicada, pues a cargar el paraguas en espera de que llegue la gran tormenta tropical Godot. Yo no sé si Francia pasa por el trópico o no, pero es mi historia, ahí usted dispense.
Un día, por las nubes, parecía que llegaría una buena lluvia, una como esas que vuelven albercas las avenidas principales de Guadalajara. Por lo que salí de mi casa hacia el trabajo un poco antes y, a la salida del metro, escalón por escalón porque el agua había causado que se detuvieran las escaleras eléctricas, toda precipitación había terminado ya y sólo quedé con el paraguas en la mano, queriendo usarlo.
Llegué a la sala de maestros y colgué mi chamarra. Iba a poner mi paraguas en mi bolsa junto con mis cuadernos y libros para la clase pero estaba un poco salpicado, así que lo envolví en una hoja del periódico gratuito del metro y lo metí en la bolsa interna de mi chamarra, pues no vi que nadie pusiera un paraguas abierto en el suelo a pesar de estar mojado, así que no me quedaría bien hacer lo de mi país. Di las clases, regresé al salón de profes por mi chamarra y, como ya ustedes suponen, la sentí demasiado ligera.
Veintisiete años en México y no me habían robado nada. Tal vez un marcador, una pluma, tal vez alguien tomó por antojo un poco de mi mostaza preparada dentro de un pomo de Gerber pensando que era Gerber. Pero, en veintisiete años, nunca sentí haber perdido o que me hubieran robado algo caro. Hasta que ahí va uno de confianzoso a Francia, deja en el bolsillo interno de la chamarra un paraguas, y coloca la chamarra en el colgador de abrigos de la sala de profesores a la que se accede sólo con llave y pasando dos puertas. Hasta ese momento de relativamente alta seguridad, un profe te da baja con el paraguas casi nuevecito, usado nomás tres gansitas veces.
Coincidía mi hora de salida con la de la pausa del lonche de la profesora española, así que le comenté el caso. Ella se enojó por mí, se extrañó, se indignó y corrió a la copiadora por su cuenta. Habló de injusticia, de extrañesas, de otro profe de pose argentina a quien también le tiraron una vez el paquetito de mate. Habló de miles de cosas mientras me dijo que iban a ver, malandros. Tal vez usó otra palabra distinta a malandros, pero a ella la creía capaz de usarla. Le quedaba. Y escribió, a la usanza francesa, un anuncio para pegar en el tablero de corcho. Le divertía pensar que leerían mi queja y se divertía leyéndola una y otra vez. Le sacó copias y sí, tenía razón: Sólo quedaba decirle al méndigo ladrón que era un méndigo ladrón y que ojalá se le cayeran los dientes a los cuarenta años y no pudiera comer nada sin pasarlo antes por la licuadora, un instrumento que ellos no usan nunca, bola de franceses raros. Entonces, aunque no me gustaba la idea de presumir que me habían dado baje, dejé que ella siguiera con su redacción.
No sé si quejarme por quince euros era mi estilo, pues era casi como quejarse porque me robaron unos 210 pesos. Sólo esperaba que no me consideraran un muerto de hambre porque, realmente, sólo era un paraguas que ni siquiera usaba en la ciudad. Incluso me preguntaba cómo deshacerme de él.
Al día siguiente, un profesor me dijo que él me daría un paraguas; otra me disparó un café, otra me contó las teorías de conspiración alrededor de un posible profesor cleptomaníaco, las cuales involucraban que él vivía en el techo de la escuela y dormía con faldas (fue lo que entendí, pardon my french); otro me dijo que mi letra era muy bonita pero rara para un hombre; y otra, más joven que me invitó un almerzo en cafetería como compensación, me saludó con esa frase:
— ¿Usted es el asistente a quien le robaron? No se sienta mal por eso. Debe sentirse orgulloso, maneja muy bien la lengua. Usted tiene el idioma francés en la palma de su mano y lo utiliza cuando quiere.
—Muchas gracias. Sólo me habría gustado tener igual mi paraguas en la palma de la mano y usarlo cuando quisiera.
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