10 de agosto de 2016

La historia del separador (1)

La historia de esta vez toca a un detalle que se conservó en el diario de viaje. Sí, Lille era una ciudad tan rara que tengo un diario de viaje más cercano a diario de comida, pero ahí se atrapó esta anécdota con transcurso de varias semanas. Por evitar aburrirlos con conversaciones de diversas índoles, caídas y días de quejas sin refrigerador, ideas de grafiti, experimentos para adquirir un gusto por los maquereaux y crisis existenciales en donde daban ganas de matar al mundo, sólamente intentaré extraer lo importante de la historia y abordar el caso de otro triste a quien también la figura femenina magrebí le movió el tapete.


Sí, la cuestión física-genética-cultural de las árabas me cautivó en algunos casos. Contados pero fuertes. Arrebatos de amor imposible, casi explosivos y suicidas. Pero es mejor contar la historia menor y dejar el sufrimiento de uno para otra ocasión.

Todo comienza en una biblioteca. La biblioteca del lycée donde estuve haciéndola de asistente. De ahí podía sacar gratuitamente cualquier ejemplar que tuvieran y, gracias a eso, todo se hizo más llevadero y relajado.
Podía sacar hasta cinco libros a la vez y los podía tener hasta que se me antojara regresarlos. Ni en mi amado CUCSH se podía hacer ambas cosas en épocas de estudiante. Claro que sólo tomaba tres, pues sé de mí que tener más de tres opciones puede provocar que no lea ninguno. Por esas cosas del idioma, comencé con obras de Ionesco que ya conocía en español, luego me fui a cosas raras de Francia y me topé, en la sección de poesía, con un librito forrado en amarillo chillón y con poemas árabes adentro. Me dije por qué no. Al fin que leer es leer y ya me estaba aburriendo de existencialismo y refinamiento franceses.
Con los libros de biblioteca, la lectura se puede estar guiando por otro lector, pues el libro podría estar subrayado o con separadores o con anotaciones de caritas felices y miles de otras modificaciones que, cuando no las hago yo, me parecen vulgares. Y así dejé que otro guiara en líneas de lápices y marcas del índice lo que iba a leer. Al fin que era poesía.
Este lector tenía una manía con el desierto y la mujer como desierto. Fue un recorrido interesante y ya seleccionado. Sus acotaciones en un perfecto francés y una cursiva envidiable aunque eso no le quitaba la idiotez. De los poemas recuerdo algunos en que el desierto se llenaba de perfume con sólo decir un nombre. Otros de uno que, acompañado de sus amigos, les pide detener el viaje y lo esperen mientras llora por la mujer que no pudo estar a su lado. De un desierto franqueado para llegar a un pueblo todo ñengo pero limpio como espejo sólo porque ella estaba ahí. Tal vez me hubiera agradado más un recorrido por el cabello y la caricia deseada por lo menos al aire que pasaba por su oreja, pero de esos vicios no tenía el pobre estudiante.
Estaba en esas lecturas cuando me dieron ganas de un panini árabe de pavo. Lo llamo árabe porque no me consta todavía que fuera ni pan tipo panino ni carne auténtica de pavo. Y los vendían en una panadería dirigida por una familia de origen libanés a unas cuadras de mi casa. Pero el guía del desierto y las mujeres me puso de condición que pusiera un separador digno de la lectura.

No hay peor crimen que doblar una esquinita de la página de los libros para hacer un separador. Así que podía buscar algo entre el tiradero del cuarto o improvisar uno con una hoja que paseaba inocente en la cercanía del desierto de almizcle. O tal vez el guía, en su ensimismada lectura, ya había seleccionado alguno en el libro. Busqué y busqué para no torturar un papelito y salió uno, supongo que especial para este otro lector.
Era una foto de esas que se usan en miles de trámites lelos. Prácticamente, si traes una foto en la cartera, te pueden hacer una tarjeta de descuentos en TER, en metro, en una librería, en un supermercado, en una tienda de belleza, y hasta en el barrio te podían sacar una credencial para que la carnicería te vendiera carne al 80% de su costo los días miércoles. Era la foto tamaño infantil y a color de una estudiante del lycée. Al reverso, estaba en blanco. Pude imaginarme al lector que me guiaba por el libro vuelto loco, perdido en su propio desierto en que cada hora de incertidumbre de quién tendría la foto se le hacía una jornada de cuarenta años. Así que puse el separador y me fui por mi emparedadito.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario