Uno se prepara para viajar a ese otro país y se dice: "Los franceses son expertos en moda, por lo tanto, hay que llevar ropa de buena apariencia". Y, ya allá, llega el golpe. Mejor dicho: el tufo de la realidad.
— Esta de talla 17, ¿tiene bolsa o no?
—Sí, señor, incluso ahí es donde trae bordada la marca.
— ¿La tiene en 34 - 35?
— Deje ver si hay una en bodega.
— Gracias.
Antes de ir para allá, me dijeron que me pusiera en contacto con una profesora de la escuela destino para informarme de horarios, posibilidades de hospedaje, clima, la escuela y códigos de etiqueta del instituto. Alguien en los enredos y papeleos interculturales consideró importante mencionar eso de los códigos de etiqueta. Quizá ese alguien ha de pensar que la gente en México no se arregla lo suficiente como para Francia.
Mientras no fuera una obligación el usar un uniforme con un letrero enorme de la palabra "Assistant", todo iría bien . Como ya traigo el pasaporte en la jeta, usar otro distintivo ya sería redundante. Pero eso de los códigos de vestimenta se solucionó cuando la maestra me respondió. No andaría de botarga en la escuela, pero "todos venimos formal". Así que llené la maleta con corbatas, un saco, un traje completo y, además de las camisas que ya tenía, fui a comprar otra por si alguna situación fiestera o accidentera ameritara usar una que se viera nueva.
Por lo menos en mi región, la concepción de la moda distaba de lo que México piensa de Francia. La gente no tiende a poner atención en su ropa a no ser que vayan a salir por la noche. En el metro se podía observar cómo ellos usaban y usaban la ropa y el mismo abrigo hasta que éstos se deshacían como chocolate corriente bajo sus axilas.
El pobre saco sólo fue usado cuando fui al teatro, las corbatas sólo me sirvieron para una competencia de ver quién se hacía más rápido el nudo; el traje y la camisa parecían destinados a regresar como vinieron.
Pero en una de las escuelas hubo una fiesta de maestros en donde el tema era arreglarse mucho y decorarse con brillitos y cosas brillantes. Así que, bajo el argumento de que llené la maleta con un kilo y medio más de ropa y la transporté con el extremo cuidado de que no se arrugara tanto, abrí el clóset y tomé el traje. Abrí el clóset, tomé el traje y la camisa. La camisa era nueva y, como estaba en mis planes usarla bajo un saco, decidí dejarla empacada hasta su uso, porque la había comprado en la sección de camisas con marca fina bordada en la bolsa. Era nueva y la iba a lucir en una ocasión especial para andar de tacuche. Pero como esa ocasión nunca llegó, la iba a usar como un simple disfraz de fiesta.
Muy probablemente, ellos también hacen este tipo de fiesta para que no se les apolille el closet. Además, insistieron en que fuera porque los profes de Dunkerque me prepararían manjares de su zona. Curiosamente, todo era cosas con crema, azúcar morena, cervezas, papas a la francesa, mejillones y decenas de pastelitos diferentes rellenos o elaborados con maroilles y algo similar al queso de puerco. Pero no está en el corazón de un mexicano negarse a un lugar con comida gratis.
El traje y la corbata combinaban muy bien con la camisa. Pero el aire a nueva debía durar lo más posible, por lo que esperé hasta el último momento para desempacarla. Vi dos problemas.
El primero fue que el empleado que me vendió la camisa no me había mentido, pues la camisa sí traía bolsa. Nomás que la traía aparte y yo tenía que coserla. No había tos. De todas maneras se puede usar. El segundo problema era que la maldita camisa traía un cartón rojo con la leyenda "lávese antes de usarse". Rojo. Podía ser blanco y advertir que nomás a uno se le iban a quedar pintados los brazos por una semana. Pero era rojo, como el que se pone en advertencias del tipo: "220V, no lamer ni cuando tenga escarcha".
Cerré el clóset.
Rendido y con una camisa nueva desempacada, por temor a morir como personaje de la nobleza envenenado con el tinte de la ropa, tomé otra que combinaba con la corbata y fui a cenar manjares apestosos.
Apenas hoy, al hurgar entre lo que no he usado en buen tiempo, ya cuando tal vez dejé la camisa en casa de alguien o tuve algún accidente que la dejó irreuperable, encuentro la pieza faltante. Es en estos momentos que me doy cuenta de que los finos también lloran.
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