29 de octubre de 2008

Por querer detener un momento

Este es el animal que no existió. No lo vieron, y, sin embargo, amaron su andadura y sus modales, su cuello, y aún la luz sosegada de sus ojos. -Rainer María Rilke.
Es posible que a todo ser humano le haya ocurrido el resentir la ausencia de algo que antes estaba ahí: una anciana puede ir al mercado a comprar tortillas y se da cuenta de que la tortillería se incendió y está cerrada, un niño deja en la banqueta un carrito de juguete para ir por otro y al regresar se da cuenta de que ya no está dicho objeto, subimos por las escaleras del condominio y nos damos cuenta de que el vecino hoy no puso incienso, o buscamos la oferta de impresión de letreros a ochenta pesos por metro cuadrado y, después de la travesía citadina entre baches, camiones y caídas, vemos que ya aumentó el precio. Y quizá en una tumba, de esas que llaman frescas porque la funeraria, para cumplir su función, acaba de abrirlas y volverlas a cerrar, los recuerdos de un viudo fiel, que nota que todo ha cambiado, son interrumpidos por unos niños que juegan en el panteón. Antes todo esto, sólo nos queda amar el pasado: decir que ya nada es como antes. La octava de las Elegías de Duino, de Rainer-María Rilke(1968), posee una idea similar: los humanos temen al cambio. Pero la idea de cambio que menciona Rilke va dirigida a la necesidad que tiene el ser humano de afirmarse qué es lo que existe cuando todo está cambiando a su alrededor, no sólo al cambio de precio y rutina. El ser humano es débil por conocer a la muerte, a la caducidad de lo que existe y la preocupación que estos dos factores le causan. Se teme a la novedad porque no es como lo viejo, y al mismo momento se teme aceptar a lo viejo porque el hecho de no aceptar a la novedad es aceptar que estamos caducando. Rilke también menciona que, por estar vivos y saber tal cosa, sólo podemos ver lo que está destinado a cambiar hasta dejar de existir. Esta preocupación y conocimiento de la muerte inevitable, por más derrotista que suene, es lo que nos impulsa a querer ver únicamente lo que intentamos detener en el tiempo y no nos permite ver lo que nunca cambiará, lo infinito: “Y nosotros: espectadores, siempre, por donde quiera,/ vueltos hacia todo, pero jamás a la lejanía. /Las cosas nos desbordan. Las ordenamos. Se disgregan./ Las ordenamos nuevamente y nosotros nos disgregamos.”(Rilke, 1968:133). El dolor que se siente por la muerte es la angustia que causa el orden, el ver que todo cuanto se hace va a caducar porque el humano sólo puede mover las cosas que caducan, y aquello que no muere siempre estará en la lejanía, inalcanzable. La lejanía sólo se puede ver, de acuerdo a este texto, en y con los ojos de un animal; “su ser es para él infinito, inabarcable y sin mirada sobre su propio estado, puro igual que su perspectiva”(Rilke, 1968:132). En esos ojos, esos dull cow eyes que dejan ver en su mirada el conocimiento de lo que no existe, “Porque en la proximidad de la muerte ya no se ve más la muerte”(Rilke, 1968:132), está el mítico conocimiento de la verdad absoluta, del que el ser humano ha intentado, con la experiencia de miles de fracasos publicados y muchos otros todavía inéditos, detener un instante infinito. Sobre los intentos sólo puedo decir que han existido, pero no encuentro una razón para querer detenerlos más en este papel, ya que eso sería, al final de cuentas, darle vida a los que han fallado. Bibliografía: Rilke, Rainer Maria (1968). “Octava elegía” en Antología Poética. Madrid, España: Espasa-Calpé. Col. Austral. pp. 131-133.

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