2 de enero de 2013

El gallo.

Algo tan normal para estos ciudadanos es una actividad deleznable para mí, sin embargo, si esto pasara solo en la calle y en el baño no habría ningún problema, pero sucede en todos los lugares posibles.
Mamá de los pollos, gallina; papá, gallo. En Francia, mejor dicho, en este pedazo de Francia, los gallos son un arte muy frecuente de verse por aquí. Lamentablemente, hablo de otro tipo de gallos: aquellos que les salen a los adolescentes cuando hablan y que una persona mayor, con algo de arte bucofaringeo o naringológico, sabe moldear en figuras variadas. Es decir, que en esta tierra es puto el que no escupe.
Si algo se aprecia en las calles de este pedazo de francia, es que, donde en México habría manchas negras de chicles pegados en el suelo con miles de suelas de zapatos, aquí vemos marcas como si un motor hubiera tirado aceite. Lo peor es que son gargajos que un buen nativo de aquí puede formar con diámetros de entre siete y nueve centímetros y lanzarlos a más de un metro de distancia.
 La venganza de tan flemáticas excreciones es que con la temperatura adecuada, un menos dos, estos cristaitos ambarinos se vuelven una cáscara de plátano, las cuales causan caidas a distintas personas si van rápido o no ponen atención.

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