El alma traigo ebria de aroma de rosales
y del temblor extraño que dejan los caminos
-Porfirio Barba Jacob
El problema que origina ahora esta entrada es describir el olor y sabor de bacterias marinas como algo no salado y acabo de hacerlo: percibimos el olor, en la sal de mar, de lo que hay en el agua de mar, no la sal por sí misma. El decir que su cabello sabe a sal o huele a sal es un error de percepción, quizá creado por culpa de la empresa colgate, que ha jugado con la existencia y disolución de miles de conchitas para vender una idea convincente de sus productos.
Quizá en la perdedumbre de estos días es mejor decir: no hay hombre al que le huela la boca y no sea poeta. Por eso algunos poetas comen cebolla (la barba sucia y el caspo de casca no son suficientes) o se lavan los dientes para ocultar las palabrotas con que besan a sus mamás.
He llegado a la conclusión de que el alma no tiene sodio. Y mejor aún: somos una sociedad que aprecia mucho la sal, tanto que, como el cuerpo no la puede hacer permanecer en su aliento, no sabemos apreciar el sabor de los besos.
Ahondaría aquí en ejemplos que nada les valdría a ustedes si no intentan comer las cosas sin sal, pero el más importante es aquel donde el beso siempre acompaña la búsqueda de más piel, cuando menos salirse un poco del margen de los labios para recoger un poco de sal.
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