17 de marzo de 2007

Despertar no solo y sí solo

Hay un momento de vigilia que sigue del sueño que nos despierta, el que da tiempo para anotar en un papel la idea que fue masticada entre sueños y el que a veces nos hace ir al baño para sentir el fluir tibio de nuestra orina. Por cierto que el suelo estaba frío, y se me vino aquella imagen, quizá también soñada de pezones en un camisón aguamarina (quizá verde, quizá azul) erectos por el frío. Debí anotar tal pensamiento para descansar a gusto, pero cuando desperté, estaba solo en mi casa, a las siete de la mañana. La familia es así, no se debe despertar al que duerme a no ser que ése seas tú mismo, y desde esa regla caminamos como ausentes, sintiéndonos filósofos, casi como personajes de Poe, sabiendo que si volvemos a la cama y cerramos lo ojos mientras repasamos los títulos que están en la cabecera, ellos, los que se saben normales y no molestan al desvelado, volverán. Y así fue, más tarde, llegan hablando de otras cosas, como sucede en la navidad en que un viento más frío entra a la casa junto con los rumores del que llega, y uno emocionado se despereza, sabiendo que quizá, cuando encontremos la otra sandalia, ellos ya se estarán yendo al tianguis de los viernes, a comprar algo para la cuarentena o cuaresma, que en fin el sacrificio es el mismo. Debería estar en mi otro cuarto, con aquel nombre de Sustine embarrado en la pared junto con aquel "sus nombres, de menta, sabemos", con aquel spot previo al de mira mis ondas, con aquella defensa manuélica en que se golpetea la pared con las unas de los dedos para avisar que ya mero me voy a despertar, con aquél instante en que el cuarto huele a chilaquiles y café de olla llega casi acariciante a mi rostro. Y mis labios resbalan entre el olor de la cebolla y el del sueño atrapado en los bigotes. Se van de nuevo, volverán ya desayunadas y no reparan en que yo los escucho desde lejos, en una posición casi horizontal.

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