9 de abril de 2007

y son cinco horas

Viernes. Esa situación ya se había previsto en otras ocasiones, repetir la frase de que son cinco horas sólo puede llevar a los extremos de que se pierda el humor que esa frase tiene inherentemente. Y tal cosa pasaba. Entonces, estando ahí, sentado en el pasillo de letras, viendo bien lo de Querétaro, o según eso, bien, presencio ese sentido de odio fingido hacia la Universidad de Guadalajara, mejor dicho, hacia las personas que forman parte de esos trámites y que quieren ejercer su poder. Pero es la primera vez en que no pienso en hacer una narración cruda que involucre el uso de los baños de la escuela para pensar entre si quiero o no ir hacia esa tierra querida por pocos. Pero tengo una ponencia que dar y que sé que ha de ser mala porque me la pasé generalizando alrededor de la educación y no dejé siquiera un plano resuelto. Ahí se da la noticia: cinco horas, cuando menos. Y entonces surge ese instinto de dejar inmortalizado el viaje nuevamente, para recibir cuando menos uno o dos comentarios generados a partir de los asistentes. Pero ¿cómo comenzar? Desde un punto de vista que ha marcado mi estilo de los viajes, esos relatos largos y a veces aburridos donde realmente lo más interesante fue el mundo narrado por mi vejiga, es realmente necesario comenzar a narrar lo sucediido desde un punto en que la energía fluye, como orinando. Pero lo principal era que ya he aparecido orinando en las últimas cuatro crónicas, así que el valor de esta escena radica desde la primera ocasión en lanzar una aseveración verdadera, como:
"Y son cinco horas", pensé, mientras veía un cabello enredado en la pastilla desodorante de aquél baño público donde nos detuvimos. Ahora somos más de veinte, así que me resulta imposible saber en qué pierde el tiempo cada uno. Vi sus rostros en el camión, reconozco a la mayoría y es, en cierta forma, como si estuviera pasando algo temprano por los pasillos de la escuela. ¿Cómo se le baja a esta madre? Repito la fórmula que me dijo alguien alguna vez y juego a que me toca a mí echar el agua bendita. Ala Casula Salchicomula. Finalmente leo que el mingitorio es de auto flush y sumo la panza para que el sensor suelte el agua y escupo ahí, cerca de esa pastilla amarilla, que ha perdido todo interés por disolverse.
Y baja por una tubería, pasa por debajo de tu casa, pasa por debajo de tu familia, pasa por debajo de tu lugar de trabajo,
Pero ahora es distinto, la bola de gente se hace más grande y mi memoria está decayendo. Todos esos nombres que he de guardar en la mente, y como si fuera yo un enfermo que se la pasa haciendo combinaciones extrañas entre los nombres que recuerdo, cierro los ojos por un momento, ahí echado en el pasillo, y repaso el juego de la primaria, ese del primer amor extraño donde se piensa más en cómo quedaría el apellido de los hijos: Romero Romero qué Romero, Romero Fernández y no hay queja, Romero García y un remolino, Romero Corona, y no sé por qué, Romero Fregoso qué va a rimar, Romero Ramírez yo lo entiendo, Romero Hernández la lechuga, Romero Ortega el burrito. Y la lista sigue, se mezcla, se confunden los recuerdos hasta pensar en los apellidos Romero Ánimo o Romero Reguetón, y termina de ser un juego en el que la realidad se apoya con la letra de te gusta a tí ese son y otras. Es mejor guardar silencio por un rato.

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