13 de abril de 2007

Buchaka no haki.

¡Oígame compay! No deje el camino por coger la vereda.
Por un azar, sigo caminando, desconozco el gesto de mi rostro, pero imagino que es el mismo que pongo cuando me pongo a pensar acerca de un solo tema, como el uso de un taco o la forma matemática de lograr que una pelota rebote y vaya en forma exacta a donde deseo, pero a esa exactitud se le debe poner la mía. Cierra los ojos, tranquilízate, siente como si estuvieras jugando billar al lado de un río que te susurra los secretos del universo. La buchaca no aquí [señalo la buchaca de en medio], tampoco buchaca aquí [señalo mi coronilla]. ¿Quién me robó la buchaca? Abre los ojos, ahí está. Y la calma del fieltro verde me hace olvidar algunas cosas. Juego contra el Señor Ulises, quien me supera trimegistralmente en el arte de los tacos y las dieciséis bolas. Si está escrito que he de perder, intentaré no sonreír como idiota. Y todo es por una razón, entiendo que mis inexactitudes es lo que se debe dominar y no al fieltro y otras cosas. El placer de una bola bailando cerca de la buchaca, eso es todo, jugar a la sola, pues el otro, aunque sabe más, permite que yo sepa a mi nivel. Y así es la cosa. Del taco inexacto con tiza en la punta, se levanta la mirada hacia la bola, evitando el fondo, para calcular dónde debe de llegar la bola para meter otra y seguir adelante. Mi cerebro sonríe al ver las mismas estructuras del ajedrez. Calculo, calculo, calculo... tiro... Pero las buchacas son más distantes e inexactas que antes. Mi pupila se dilata un poco más para apreciar en la mesa del fondo a una mujer calculando lo mismo, mordiéndose el labio, sobornando con sus pechos la trayectoria a seguir de la bola. Pero para ella no hay tanto error, es lo aceptable como para que la bola entre. Y sonríe idiotamente.

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